jueves, 30 de noviembre de 2006

Con un dejo amargo

Terminé de leer “Desgracia” de Coetzee. Estilo ágil, pero tema agobiante. El personaje principal empieza en un estado de “felicidad”:
Goza de buena salud, tiene la cabeza despejada. Por su profesión es, o mejor dicho, ha sido un erudito, y la erudición todavía ocupa, bien que de manera intermitente, el centro mismo de su ser. Vive de acuerdo con sus ingresos, de acuerdo con su temperamento, de acuerdo con sus medios emocionales. ¿Que si es feliz? Con arreglo a la mayoría de los criterios él diría que sí, cree que lo es. De todos modos, no ha olvidado la última intervención del coro en Edipo rey. No digáis que nadie es feliz hasta que haya muerto.
Es un profesor universitario que sostiene algunas ideas que, a veces, uno está tentado de suscribir:
Sigue dedicándose a la enseñanza porque le proporciona un medio para ganarse la vida, pero también porque así aprende la virtud de la humildad, porque así comprende con toda claridad cuál es su lugar en el mundo. No se le escapa la ironía, a saber, que el que va a enseñar aprende la lec­ción más profunda, mientras que quienes van a aprender no aprenden nada.
Hace ya tiempo que dejó de sorprenderse ante el grado de ignorancia de sus alumnos. Poscristianos, posthistóricos, postalfabetizados, lo mismo daría si ayer mismo hubieran roto el cascarón. Por eso no cuenta con que ninguno sepa nada sobre los ángeles caídos, ni sobre las fuentes en las que Byron pudo inspirarse. Lo que sí espera es una ronda de disparos a ciegas, de suposiciones hechas con buena inten­ción, que, con suerte, él podrá guiar hasta que acierten en la diana.
Pero termina renunciando a todo. Desolado. Azorado por la resignación, disfrazada de sabiduría, de su hija. Para peor, las matanzas constantes de los perros me resultaron abrumantes. No es que sea una amante de los animales, pero ayer se murió mi perra. Hasta último momento se resistió a dejarse estar. Parecía que, a pesar de los muchos años, ella no estaba resignada a morir...

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