jueves, 15 de febrero de 2007

La magia de los trenes

Amo los trenes. No es por nostalgia de un pasado en el que eran el único medio que llegaba a territorios inhóspitos y significaban el milagroso contacto de las zonas alejadas con la civilización. No soy de los que añoran románticamente tiempos que no conoció. Me fascina el hecho de hacer hoy largos viajes en tren. En ellos uno respira el alma del lugar que atraviesa. Siente el auténtico placer del viaje. Anduve en trenes por montañas, por estepas y por llanuras, y mirando por las ventanillas siempre sentí que me fundía con el territorio, que lo entendía, que lo conocía.
Mientras estoy en un tren, creo que nada extraño puede pasar. Hay un punto de llegada claro y el destino parece inexorable. Pero a la vez, todo puede ocurrir afuera, por donde pasa el tren, y uno tiene el lugar de testigo privilegiado.
Envidio a Paul Theroux que en 1979 se subió a un tren local en Boston y terminó en Esquel. Viajé en tren por Estados Unidos y también viajé en La trochita. Pero es el enlace de ambos, que relata en su libro “El Viejo Expreso Patagónico”, lo que me parece fascinante, dejando de lado que encara los inconvenientes de su larga travesía por América con indisimulable mal humor y cierto desdén. Me gustaría alguna vez hacer un viaje similar y narrarlo después. Mi prosa podría estar lejos de la lograda por Theroux, pero sin duda le pondría mucha mejor predisposición a la aventura.

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